Sopla el viento desde las Cumbres. Se satura la tierra con el agua de lluvia. Corre el agua hacia el pueblo, arrastra todas las impurezas, como el hollín, en las lomillas de los alrededores, pasa por delante de todas las puertas de las casas, se lleva los juguetes olvidados de los chiquillos, cruza la carretera, quiere subir al cementerio. Pero acaba deslizándose, obediente, hacia el Guadamatilla, sucio y rumoroso ahora, teñido con el turbio color de los inviernos.

   En algún lugar la fuente de la Lancha, barro rojo y sencillo de los cántaros, las pilas de granito del lavadero. Y las mocitas que se citan allí con el pretexto de su agua. Si en tu origen la fuente milenaria, habrá un frescor de cal en cada casa y un olor a verdina y a humedad en tus tejados. Si yo niño en tus calles, hubiese querido volar con tu cigüeña, o ascender manejando un zepelín, contemplar desde arriba la torre de ladrillo y de piedra, revisar los anclajes de su nido tan viejo.

   Un pueblo es una tregua en el camino, un gesto inerte, desde lejos, que se dibuja siempre entre el blanco y el gris. Piensa el viajero que en ti no puede hacer historia. Pasa de largo. Y tue, el más pequeño en este valle feliz de la bellota, escuchaste tu nombre y te viste citado en ricos pergaminos, y celebraste fiestas en honor de los condes, ufanos y orgullosos de sentirte arropado por el brillo, el castillo, el escudo y el nombre del noble señorío.

   Quizá no te quede otra cosa en el recuerdo, otra grandeza ni otro monumento, que el nombre de los Zúñiga y los Sotomayor iluminando la pared de tu plaza. Y quizá tus señoires, camino de Gahete, nunca se detuvieran a rezar en tu ermita. Pero en tu cuna siempre la dulzura del agua, la tenaz estructura de la piedra, tu apellido y tu nombre unidos ya por siempre a los grandes señores y al condado.